JORGE DOBNER
La 80º Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York vivió una de esas escenas que quedan
grabadas en la memoria colectiva: decenas de delegaciones levantándose de sus asientos y abandonando la sala en el preciso instante en que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, subía al estrado.El gesto fue simple, silencioso, pero su carga simbólica supera cualquier retórica. La ONU, escenario de discursos eternos, se vació frente al primer ministro israelí, aislándolo ante el mundo. No hacían falta palabras: la soledad fue elocuente.
Ese vacío no es casual ni anecdótico. Es histórico y necesario. Ocurre cuando la acumulación de hechos —65.000 muertos en Gaza, acusaciones de genocidio avaladas por comisiones de Naciones Unidas, la negativa rotunda de Israel a aceptar un Estado palestino— convierte en insuficiente cualquier condena diplomática. Por eso, la retirada masiva de representantes internacionales tuvo un peso político mayúsculo: recordó que los gestos, cuando se producen en el lugar y el momento oportunos, movilizan conciencias, generan titulares y obligan a actuar.
El contraste fue brutal. Netanyahu, desaforado, se dedicó durante cuarenta minutos a desplegar mapas de ofensivas militares, negar la hambruna en Gaza y arremeter contra los países que han reconocido el Estado palestino —España, Francia, Reino Unido, Canadá, entre otros— a los que calificó de “débiles”.
Con tono desafiante, proclamó: “Israel no permitirá que nos impongan un Estado terrorista. No cometeremos un suicidio nacional”. Y sobre Gaza, insistió en que “Israel debe acabar el trabajo”. Palabras que, más allá de su arrogancia, lo retratan: un dirigente cada vez más encerrado en su propia narrativa, que repite amenazas como si fueran argumentos.
Paradójicamente, su discurso no evocó fortaleza, sino otra cosa: las formas y gestos de líderes que en el pasado azuzaron el odio. El eco visual es inquietante: un dirigente aislado, negando evidencias, justificando la violencia en nombre de la supervivencia, mientras el mundo se retira en rechazo.
Al final, Netanyahu terminó pareciéndose demasiado a lo que sus compatriotas más temen: al verdugo que un día persiguió y exterminó al pueblo judío.
Fuera de la sede de la ONU, las protestas continuaban. Manifestantes abarrotaron Times Square para exigir el fin de la ofensiva en Gaza. Fuera y dentro de Israel, crece también la fractura en la propia comunidad judía: la sociedad está más dividida que nunca, en contraste con épocas pasadas en que líderes como Isaac Rabin o Ehud Olmert se atrevieron a dar pasos —arriesgados pero necesarios— hacia la paz. Netanyahu, en cambio, dinamita el crédito internacional de su país, convencido de que el terrorismo de Hamás puede combatirse con una violencia multiplicada, sin advertir que cada bomba a civiles inocentes acumula el resentimiento y siembra un futuro aún más inseguro.
El discurso de Netanyahu en la propia ONU es una humillación en toda regla para los judíos de todo el mundo.
Los gestos, como decía, pueden pesar más que cien discursos. El aislamiento visible de Netanyahu en la ONU es un signo poderoso de que algo está cambiando. De que el relato oficial israelí ya no convence a la comunidad internacional. De que el reconocimiento al Estado palestino gana fuerza como herramienta de presión política y moral, tal y como recuerdan analistas como Xavier Vial Folch esta semana. Y de que las protestas, desde las calles de Nueva York hasta los escenarios culturales o deportivos, sirven para mantener viva la exigencia de un alto el fuego y de una salida negociada.
La historia enseña que estos procesos son largos. El boicot internacional al apartheid sudafricano tardó décadas en doblegar a un régimen aparentemente inquebrantable. Pero lo hizo, gracias a la suma de gestos, sanciones y movilizaciones sociales.
Hoy, el aislamiento creciente de Israel bajo Netanyahu puede ser la semilla de un proceso similar: de presión sostenida que lo obligue a escuchar lo que niega, y de hecho en las últimas horas parece que así se está dando.
La apelación final es clara: este vacío en la ONU debe traducirse en más que un símbolo. Necesita transformarse en acciones concretas, como algunas propuestas que ya están sobre la mesa. Entre ellas, la de hace unos días del ex primer ministro británico Tony Blair: un plan de transición para Gaza con un gobierno colegiado palestino, supervisado por una fuerza multilateral. Ahora parece que la administración de Tump ha recogido ese guante y ha acabado de perfilar ese plan de paz que en estos momentos está recibiendo bastante apoyo (incluido parece del propio Netanyahu y Hamás que podrían aceptarla) y puede ser un camino de esperanza.
Quizá no sea la solución definitiva, pero sí permite frenar la matanza, recuperar algunos rehenes vivos y en un futuro sentar las bases de reconstrucción el territorio palestino. Este es primer paso para pasar a una fase de más negociaciones y dar más tiempo a otras alternativas.
Israel, por su bien y por el de la región, debe escuchar.
Y la sociedad israelí, cada vez más inquieta y fragmentada, tiene la llave: protestar y buscar el reemplazo de un primer ministro que ha llevado al país al aislamiento más profundo de su historia reciente, y reclamar un liderazgo que vuelva a poner la paz en el horizonte.
JORGE DOBNER
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