Por Cesáreo Silvestre Peguero
Entre los defectos que más delatan la fragilidad del carácter, pocos son tan perjudiciales como el dejarse llevar por la ligereza. Quien opera bajo su influjo se halla a merced de un sinfín de desaciertos.
Esa flaqueza anímica nos inclina con demasiada frecuencia a recurrir al prejuicio, una vía rápida innecesaria que ciega la razón. Recientemente, un simple gesto de risa honesta que compartí en el entorno digital bastó para que mi sonrisa fuera tildada de burla malintencionada.
Tal actitud, lejos de provocarme enojo, me dibujó una nueva carcajada. Es en las malas interpretaciones donde la verdad comienza a sufrir sus más dolorosas tergiversaciones.
Es imperativo que ejerzamos un férreo dominio sobre nuestros impulsos. Contemos no solo hasta diez, sino hasta mil, si es preciso, antes de sentenciar conclusiones apresuradas. Estas no hacen sino sembrar la cizaña de la confusión en aquellos que, al forjar percepciones vagas, solo construyen su propio martirio.
La Exigencia del Pensamiento Crítico
Si aspiramos al bienestar social, debemos entender que la complejidad humana exige un paso más allá de la mera convicción personal.
Como aconseja la especialista Pellot Fuentes, las decisiones que conciernen a la sociedad no deben basarse únicamente en nuestros ideales o credos. Es nuestro deber cultivar un pensamiento crítico y tener la capacidad de analizar lo que es justo y correcto a tono con la realidad actual, incluso si ello se aleja de los principios heredados o la doctrina religiosa.
La negación a enfrentar la realidad por temor a contradecir una norma histórica solo paraliza el progreso. Cuando nos resistimos a examinar un asunto bajo la luz de la realidad, el prejuicio se solidifica en estancamiento social.
La raíz de muchos juicios, especialmente aquellos dirigidos contra quienes ejercen su libertad, reside en el resentimiento. La verdad es simple: muchas veces, quien juzga a otro lo hace por el temor de no haberse atrevido a vivir según sus propios deseos. Al ver que otros deciden por sí mismos sin importar la crítica o la censura, el prejuicio se convierte en una simple expresión de la molestia por haber vivido bajo reglas impuestas.
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